lunes, 28 de junio de 2010

Los asesinos lentos, de Rafael Balanzá



Hace tiempo que quería hablarles (de nuevo) del tema manriqueño de lo fugaz de nuestra existencia. De lo expuestos que podemos estar nosotros, una sociedad occidental que contempla con placidez la seguridad de todos nuestros pasos….hasta que llega el volcán y paraliza nuestro tráfico aéreo.

No soy amigo de estar constantemente diciendo ¡arrepentíos pecadores!. Tampoco soy, entrando en el meollo de esta entrada, amigo de lecturas veraniegas, ni de recomendar libros. Ello porque (y no es falsa modestia) no me considero quién para juzgar un libro. Máxime cuando tengo cientos de lecturas amigas pendientes, como las del maestro García Francés.

Cayó hace meses en mis manos el Premio Café Gijón de este año. Ya hice referencia al autor. Me arriesgo a hablar de un libro amigo. Y digo me arriesgo, porque es muy difícil hablar de manera objetiva. Seré, por tanto, todo lo subjetivo que pueda. Sé que Rosa Regás presidía el jurado. He leído algunas críticas y, desde luego, al lado de la autoridad de personas como Luis Alberto de Cuenca (ABC), Mª José Obiol (Babelia, Ricardo Senabre (El Mundo) o Osabel Llauger (Qué Leer) …….. mi opinión sería el aleteo del mosquito al lado de los cañones de la torre de Londres…pero bueno, para eso está mi blog…que quizá retitule la cueva de Alberico….

Es una sencilla novela negra que, sin embargo, habla de lo trascendentemente futil de la existencia humana. Invita, por tanto, a la reflexión. Para mí es impresionante cómo una novela más o menos corta (la lees en un par de tardes, yo he releído en una) nos sitúa ante lo vertiginosamente habitual de cómo una persona pasa de la aparente monotonía, al abismo. Resulta fascinante, por cuanto la apariencia de seguridad que vivimos, no es sino una ilusión que, un fantasma del pasado puede convertir en arena (lágrimas en el océano, que diría el replicante de Blade Runner). Aunque ya lo haya dicho el autor en alguna entrevista que otra, estaríamos ante una línea literaria que iría desde Dostoievsky y Kafka hasta, si me permiten, Kundera.

Supongo (no soy crítico) que está muy bien escrita por cuanto un lector duro, como yo (que ha desechado muchas novelas aunque, obviamente, no voy a citar autores) queda enganchado al pasar la primera página de este pequeño gran libro. Una estupenda novela, escribía Mª Josó Obiol. Al final, sólo queremos eso, sólo pedimos eso de una novela. Inventar argumentos, como dice otro maestro, Luis Alberto de Cuenca…desplegarlos de forma original…y literaria. Eso es lo que le hemos pedido a una novela desde que nació el género. Pero no voy a hacer, aunque no lo parezca, de crítico. Permítanme que, como lector, les recomiende esta lectura veraniega. Lectura para una tarde de verano.

viernes, 11 de junio de 2010

El arte de saber escuchar


Es un hecho comúnmente aceptado, que al vivir en democracia, damos por supuesto que la tolerancia, la alteridad (un concepto bonito, una palabra horrible, al menos para mí) y todo lo que se deriva de la convivencia democrática, campan a sus anchas por nuestra sociedad. Esto, implicaría la clara existencia de una comunicación entre los individuos que componen el tejido social; que existe diálogo entre los mismos y que, en definitiva, sabemos escuchar al otro.

Por desgracia, la política está impregnando todos los ámbitos de nuestra vida (o al menos, los telediarios se empeñan en convencernos de ello). En virtud de ello, hay cada vez más tópicos que clasifican las opiniones, desterrando la independencia de criterio. Estás con nosotros, o contra nosotros. Tranquilos, dije que no iba a hablar de política, y no lo voy a hacer.

Volviendo a nuestra capacidad de incomunicación. No me extraña que mataran a Sócrates. ¿Cómo podíamos dejar vivir a un individuo que, lo primero que nos pedía, era que aceptáramos nuestra ignorancia? (No digamos Jesús de Nazareth, que decía ama a tu prójimo como a ti mismo…). Huyendo de las utopías, podemos llegar a un acuerdo. Un contrato social. A partir de ahí, y ya como conquista histórica aparece la democracia. Aparecen los derechos políticos y, después los económicos y sociales. Hasta una tercera…y una cuarta generación de Derechos Humanos!! Esos que hoy utilizamos para discriminar al otro. La libertad de opinión, la libertad religiosa, la no discriminación por motivos de raza, sexo, etc, etc.

Pero el hombre es un ser social. Qué tono tan peyorativo adquiere, en la actualidad, la frase de Aristóteles con que abre su Política: el hombre es un animal político; sí, sí, un ser social. Cuántos filósofos han ido más allá y nos han hablado del otro. Siempre que leía o escuchaba esto, me venía a la cabeza aquel dibujo de los libros de lengua del esquema de la comunicación: el emisor, el receptor, el canal, el mensaje…y la verdad es que no eran dibujos muy afortunados, porque el receptor tenía cara de darle igual lo que decía el emisor. Tal vez, sin quererlo, los libros de lengua mostraban una imagen de lo que está siendo nuestra sociedad. Un mundo de sordos, buenos consumidores y buenos votantes.

Ahora en serio, temo estar convenciéndome de que cada vez hemos ido perdiendo, más y más, el arte de saber escuchar. Quizás tenga algo de culpa el habernos convertido en homo videns. Los mensajes son cada vez más simples porque no leemos. En el plano del diálogo, de la comunicación con nuestros semejantes, y gracias a las maravillosas nuevas tecnologías, no esperamos, ningún mensaje del otro porque nuestra mente se está acostumbrando a procesar claves en forma de imágenes, squetches (menudo palabro acabo de colar), o, simplemente, porque no tenemos ganas de escuchar algo que nos haga reflexionar. Podríamos hacer un chiste machista y decir aquello de por qué los hombres no leen las instrucciones…o preguntar cómo se va a un sitio es de débiles…

Es más triste que todo eso. Uno de los profesores que tuve de historia antigua nos decía que ya era hora de que aprendiéramos a leer y a escribir de verdad. Se refería a que procesáramos lo que leíamos y no nos limitáramos a engullirlo para regurgitarlo. También decía que habláramos entre nosotros, pues es más fácil transmitir un pensamiento compartiéndolo y discutiéndolo, que leyéndolo en la soledad del estudio. Y tenía razón. Esas discusiones acaloradas (bendita ingenuidad estudiantil) sobre la cara de ofensa permanente de Hegel y sus definiciones de los cínicos, a altas horas de la madrugada, delante de una botella de vino…. Al menos escuchábamos al otro (aunque al día siguiente no nos acordáramos….). No, en serio, era muy edificante dialogar sobre esto o aquello (y si no que se lo pregunten a Platón).

He traído un cuadro que transmite, aparentemente, la frialdad de los cuadros de Ghirlandaio (soberbio el retrato que tenemos en el Thyssen). A mí me gusta mucho porque representa el diálogo entre dos generaciones (o piensen como muchos estudiantes de arte, que el nieto está mirando las úlceras de la nariz de su abuelo). Leí en algún sitio que los abuelos no tenían ya nada que enseñarle a sus nietos. ¡Qué falsedad! Por desgracia, hemos ido creando una especie de sociedad en la que las conquistas se proclaman en forma de derechos del consumidor. El ruido nos acosa por todas partes, las tiendas utilizan la música como estrategia comercial. Todo es sonido, todos hablamos mucho y constantemente…pero no escuchamos al otro. No esperamos a que termine una frase. Compulsivamente, comenzamos a procesar no sé qué en nuestro cerebro. De esta manera, la pregunta ¿pero, de verdad has escuchado lo que acabo de decirte? Es una constante, un protocolo necesario en una sociedad de espíritus sordos.

A veces me entran ganas de coger a mi familia y escapar a Roma o a Florencia, donde las piedras hablan más, dicen más cosas que los seres humanos. En sitios como esos aprenderíamos a escuchar, a leer, a mirar.

Afortunadamente, tengo amigos, familiares, compañeros de trabajo a los que poder escuchar. Pero el aire de las calles trae a veces un denso hedor de incomunicación que estremece (un poco pedante la metáfora, pero bueno). Hagan ustedes la prueba. Intenten mediar en una discusión callejera y digan cualquier chorrada. El resultado es imprevisible. Es como si nuestra soberbia nos impidiera aceptar el discurso del otro. Como si tuviéramos aprendidas dos o tres reglas, y con eso basta. Como si la voz desconocida fuera una amenaza.

¿La terapia para ello? No hace falta trasladarse a Florencia. Hay pueblos de Almería, que tienen una plaza donde los árboles que la rodean, nos regalan una bendita sombra bajo la que se vegeta en los días de agosto. El Mediterráneo está plagado de estos pueblecitos. En esos lugares encuentra uno un silencio tan elocuente…que invita al diálogo. Más aún si pedimos una botella de vino del país, e invitamos a un par de amigos (tengan cuidado de que no sean los borrachines del pueblo). Insisto. Hagan la prueba.